dissabte, d’octubre 20, 2007

El laberinto de la participación

La acción de implicarse en lo público, hacer política en su sentido más puro, intentando cambiar la realidad en la medida de lo posible, puede adoptar infinidad de formas. Todas ellas se definen a partir de la relación y proximidad con respecto a las instituciones públicas (ayuntamientos, diputaciones, etc.).

Unos optan por desarrollarse mediante formas autogestionadas que evitan, en la medida de lo posible, tener algún tipo de relación con los agentes de lo público. Otras crean colectivos o grupos que se relacionan, en diferentes grados, con la administración pública ya sea para pedir un espacio y desarrollar una actividad, para colaborar en alguna acción o para plantear un proyecto y pedir una subvención y desarrollarlo. Finalmente, existen otras personas que deciden crear o implicarse en organizaciones más corporativas, más institucionalizadas y profesionalizadas, cuya relación con el ente público es más directa y afín, ya sea porque comparten un lenguaje propio, unas formas o unos intereses comunes.

Estas formas son las que se observan en una democracia liberal como la nuestra, en donde se garantiza un marco mínimo de libertad para la asociación y expresión de las ideas y acciones. Es en referencia a este marco en donde se sitúa el discurso institucional de la participación. Un discurso que han ido utilizando los gestores de lo público hasta hacer de la palabra algo banal y sin sentido.

Esto se evidencia claramente si observamos los mecanismos para fomentar y apoyar el asociacionismo, por un lado, y para crear órganos locales de participación, por otro. El primero se estructura mediante el sistema de subvenciones que exige a las asociaciones interesadas presentar un proyecto para realizar una actividad con un determinado presupuesto. Hasta aquí el proceso lógico y normal, aunque ya se vislumbran ciertas dificultades puesto que no nacemos con un conocimiento intrínseco sobre cómo hacer un proyecto y presupuestarlo. Luego se encuentran las tramas burocráticas como los meses que pasan hasta conocer la resolución y el presupuesto real con el que se debe de contar y los meses que luego pasan para poder recibir el dinero acordado e iniciar el proyecto. Éste debe ser justificado un tiempo más tarde en su totalidad lo que, en la práctica, significa que se deben hacer las cosas deprisa y corriendo, endeudándose los interesados, dejando un regusto amargo en el camino.

Claro está que este no es el procedimiento que padecen muchas de las asociaciones puesto que algunas de ellas, aquellas con más recursos y profesionalizadas, tienen la maquinaria suficiente como para iniciar un proyecto antes de conocer la subvención y sufragar los gastos antes de recibir el dinero asignado. Otras inevitablemente se ven forzadas a hacer contorsionismo para salir a flote. Así que lejos de fomentar el asociacionismo y el desarrollo de actividad ciudadana, lo que verdaderamente obligan es a moverse en la cuerda floja, sin saber si caerán o no al vacio.

Claro está que existen iniciativas tanto asociativas como de la administración para reducir el desgaste que produce la burocracia. Los hoteles de entidades, los centros de recursos son un ejemplo. Lamentablemente brillan por su ausencia y en contadas ocasiones tienen un funcionamiento eficiente que ayude a las asociaciones a llevar a cabo sus objetivos comunitarios.

Estas iniciativas dependen inevitablemente de una verdadera voluntad política. De la concienciación de la importancia de mantener el tejido asociativo, de enriquecerlo y de aumentar su calidad. De hecho, en la conocida como ley de barrios se valoraba este aspecto como uno de los elementos para mejorar la vida en unos barrios que están muy deteriorados y degradados. Se valoraba que los planes de reforma de dichos barrios fueran integrales que, además de las actuaciones urbanísticas, existieran proyectos sociales que incentivara la vida comunitaria. Pero si existía esta voluntad inicial, la ejecución local de los planes integrales era otra historia.

De esta manera, las transformaciones urbanísticas se han ido realizando a lo largo de las primeras fases de aplicación del plan, pero los proyectos sociales se han justificado con actuaciones que ya se realizaban o con actividades poco elaboradas cuyo principal objetivo no era generar vida asociativa sino cumplir con los compromisos adquiridos.

La burocracia y los mecanismos para fomentar el asociacionismo tienen una dinámica perversa, tan perversa que lejos de ayudar muchas veces desincentivan el compromiso ciudadano con lo público y niebla los objetivos fundacionales de muchas asociaciones. También deja en manos de la suerte que muchas actividades se puedan realizar y se pueda regenerar el tejido asociativo puesto que si no existe voluntad política y si la burocracia amenaza el acceso a lo público se convierte en una aventura en donde, muchas veces, no ganan los buenos.